
Por Gabriel Elorriaga Fernández (I Premio de Literatura-Periodismo ‘Camilo José Cela)
A las once de la mañana y con nuestras piernas de once años bajábamos en fila desde el colegio “Tirso de Molina” hacia la plaza de Amboage. Al frente un fraile mercedario con sus hábitos blancos. En el colegio solo había unas tristes aulas y ningún espacio para el recreo o el deporte. La plaza era cuadrada pero enmarcaba un redondel de suelo arenoso y en su centro la estatua de don Ramón Pla, marqués de Amboage. Los niños éramos casi doscientos y nos desplegábamos en círculo en el borde de la plaza. El fraile se situaba en medio, junto a la estatua, y batía palmas. Los niños salíamos corriendo hacia él dando alaridos. Era espectacular. Después el fraile se iba a sentar en uno de los bancos del borde, rodeado de seis o siete niños cuyo recreo era darle conversación. Eran los pelotilleros. En la plaza quedaban no más de quince o veinte niños jugando a un simulacro de futbol con una pelota de goma medio desinflada. Eran los peloteros. Los demás nos escapábamos a nuestras expediciones en grupos de cada curso. Nosotros cursábamos el primero del largo bachillerato con que nos había obsequiado un ministro llamado don Pedro Sainz Rodríguez, que Dios tenga en su Gloria, pues a él le debemos esta cultura que nos acompaña hasta la vejez.
Unos días tirábamos hacia la derecha y otros hacia la izquierda. Íbamos hasta donde estaba Capitanía General y nos asomábamos al mirador del Paseo de Herrera que era uno de los pocos lugares desde donde poder contemplar la ría en nuestra ciudad separada del mar por un interminable murallón. Desde allí veíamos los barcos de guerra atracados en la dársena del Arsenal. Un paseante que nos parecía viejísimo intentaba instruirnos:
-Esos primeros son los “destroyers” y los abarloados enfrente los cruceros.
Nosotros ya sabíamos bien cuales eran unos y otros y no les llamábamos “destroyers” sino destructores. El señor debía ser antiguo anglófilo, de antes de la guerra. Un retirado por lo menos desde la guerra de África.
Aquel día de 1941 no era un día cualquiera. La masa gris de los largos cruceros estaba siendo empujada por los remolcadores para permitir la salida del mayor, el “Canarias”, con sus grandes banderas españolas pintadas en las amuras para ser identificado como buque neutral. Aquella misma tarde corría el rumor por toda la ciudad. El “Canarias” había zarpado urgentemente a petición del gobierno alemán al gobierno español para intentar salvar a algún náufrago del “Bismark”, el acorazado orgullo de la flota del III Reich que había sido hundido el 27 de Mayo por la acción conjunta de la artillería y los aviones torpederos de la marina británica. Días antes, el “Bismark” había echado a pique al “Hood” el orgullo de la marina británica con sus mil cuatrocientos tripulantes.
Aquellos acontecimientos épicos eran sustituidos en nuestra atención cuando tirábamos a la izquierda a la búsqueda de otros entretenimientos más frívolos, como revisar “las carteleras”, que eran las fotografías pegadas en cartón de las películas del próximo domingo. Bajábamos hacia el teatro “Jofre”, entonces dedicado al cine y, tras echar una mirada a la Puerta del Dique y a la arboladura del buque escuela “Galatea”, seguíamos hacia la plaza del Callao a controlar el cine allí situado. Allí girábamos hacia arriba, tras echar una mirada curiosa al dominante edificio del convento de “La Enseñanza” el recinto hermético e inasequible donde transcurría la vida misteriosa de las niñas. Las niñas estaban como enclaustradas en aquel imponente caserón y solo íbamos a verlas desfilar a fecha fija en cierto día que llamaban de “La Princesita” en que salían en procesión con sus uniformes azul marino, guantes blancos y unos velitos blancos sujetos a la cabeza con una cinta elástica. Las mayores más altas portaban unas andas sobre las que llevaban una pequeña imagen de la Virgen María. Las niñas – caminaban muy tiesas y no se atrevían a mirarnos más que de reojo. Aquel día especial la escapada del recreo se hacía hacia la calle de La Iglesia que era por donde transcurría aquella peculiar comitiva. Salvo aquel día, a las niñas solo las veíamos en casa o cuando coincidíamos en algún cine a que nos llevaban nuestros padres a ver una película de Shirley Temple.
Los días normales subíamos desde la Plaza del Callao a la Plaza de Armas para revisar las carteleras del “Cinema” que nunca nos fallaba con sus viejas películas de vaqueros que aún no gozaban del prestigioso nombre de “western” ni del genial John Ford o el inmenso John Wayne sino que eran unas aventuras de modestos jinetes llamados Tom Mix o Buk Jones que galopaban tras “el malo” entre nuestros aplausos, como si ovacionásemos una carrera real en un hipódromo. Nuestro diagnóstico era rápido. Si en las carteleras se veían personas con espadas o rifles o cascos o turbantes considerábamos de interés la oferta. Un paseante con gruesas gafas oscuras nos recomendó ir a ver la reposición del “Tres lanceros bengalíes”. Se llamaba Gonzalo Torrente Ballester. Si en la cartelera se veían parejas amorosas o escenas de baile se pronunciaba una sentencia inapelable: ¡Mucho amor! que descalificaba la película para nuestro gusto.
Los de quinto curso hasta se permitieron la osadía de tomarse unos vinos en un bar. Porque habían leído un anuncio en el periódico que decía: “La muchachada de Ferrol toma vino de Cariñena en el Bar Rápido”. Los de sexto en adelante se permitían exploraciones más impúdicas como era la de visitar las casas de putas, cerradas de puertas y ventanas a aquellas horas por descanso del personal tras sus imaginables orgías nocturnas. Unas veces hacia Esteiro y otras hacia FerrolVello. Una vez se encontraron con la sorpresa de que una ventana se abrió de par en par en la calle de San Pedro, por donde asomaba una meretriz desmelenada dispuesta a poner a secar sus ropitas de lado a lado. Al encontrarse con aquellos pasmarotes mirando los interpeló con sorna maternal:
-Neniños ¿sois de los frailes?
Uno menos cohibido contestó respetuosamente:
-Sí, señora.
-Pues ir a contarle al fraile de qué color son mis bragas.
Pero nosotros seguíamos preocupados por la aventura del “Canarias”. Un día, desde el Paseo de Herrera, lo vimos de vuelta, fondeado en medio de la ría, como un castillo flotante con sus grandes cañones montados en sus cuatro torres dobles, tal y como lo pintó en un viejo cuadro el pintor de El Seijo Felipe Bello Piñeiro. Soñábamos con una cubierta llena de náufragos alemanes pero no se veía a nadie. Solo recogeríamos el rumor callejero:
-No encontraron ningún superviviente. Solo algún cadáver que devolvieron al mar envuelto en una bandera.
De vuelta a clase de doce, de Lengua y Literatura, que nos daba un cura castrense con sotana con ribetes morados, un niño preguntó.
-¿Padre, es verdad que el “Canarias” no encontró ningún náufrago y solo algún muerto?
-Si así lo dicen, así será. – 3 –
Otro niño levantó la mano
-Señor Suances, esto es una clase de Lengua y Literatura. No se admiten más preguntas sobre el “Canarias”.
Otro niño insistente y circunspecto mantenía su mano en alto.
-Señor Comellas ¿No me ha entendido usted?
-Padre, lo mío es una pregunta de religión
-Diga usted
-¿Padre Polo, si la Iglesia dice que los muertos deben descansar en lugar sagrado porqué los marinos los echan al mar?
-Porque para los marinos todos los mares del mundo son lugares sagrados.
Volveríamos a comer a casa. Allí no preguntábamos nada sobre estos temas porque pensábamos que nuestros padres no debían saber que nuestro recreo no transcurría en la Plaza de Amboage, bajo la vigilancia de un fraile, sino con paso ligero por todas las calles rectas o empinadas de Ferrol. Solo nuestra estricta puntualidad nos permitía mantener secretas nuestras rutas. Siempre llegábamos a la Plaza de Amboage a tiempo de incorporarnos modosamente a la fila de regreso al “Tirso”, tras haber leído las noticias locales que se escribían con tiza sobre unas pizarras delante de “El Correo Gallego” y revisado las fotografías de barcos en las vitrinas del fotógrafo “Bernardino”. Escuchábamos siempre el cañonazo que señalaba las doce en la batería del Arsenal subiendo la escalera de clase. Los ecos del cañonazo nos recordaban el secreto debido de nuestros trayectos matutinos, necesario para evitar que los clérigos o familiares nos impidiesen seguir nuestras andanzas con la muda complicidad colectiva del vecindario.
Teníamos once años y ya amábamos la libertad que, para nosotros, consistía en violar el reglamento de un recreo bobalicón para corretear por las calles de una ciudad trazada a nuestra medida.
Una ciudad entrañable que nos permitía callejear sin control tomando el pulso del pueblo. No teníamos televisión, ni teléfonos móviles, y no enviábamos ni recibíamos whatsapps, pero teníamos hambre de conocimientos en directo. Amábamos aquellas mañanitas grises en las que contemplábamos los barcos grises flotando sobre las aguas tranquilas de la ría. Sabíamos que su bandera era nuestra bandera y aprendíamos a vivir sintiendo el quehacer discreto de nuestros mayores. Con once años comenzábamos el aprendizaje de la vida al aire libre y con la mirada despierta. Éramos unos ferrolanitos del siglo XX, precoces y curiosos, y así seguimos siendo, viendo pasar los gozos y las sombras del siglo XXI. A los nuevos ferrolanitos que cumplen once años en estos tiempos les deseamos una paz tan larga como la que nosotros seguimos viviendo.