
Por Carlos Pecker Pérez de Lama
Trabajaba como corresponsal en Madrid para la cadena de televisión mexicana TV Azteca, cuando me llamaron para cubrir una hambruna devastadora en Etiopía en 2001, acompañada de una sequía letal.
Iba con mi cámara Betacam, que pesaba más de 10 kilos, y con todo mi equipo de televisión. Llegué a Adís Abeba, la capital, donde me esperaba un 4×4 gubernamental con dos agentes. El gobierno no me permite ir alegremente por cualquier sitio sin estar controlado.
Recorremos el país con el Toyota hasta que nos paran dos etíopes alargados y extremadamente delgados con dos Kalasnikov AK-47 que agarran temblorosamente apuntándonos a la cabeza. Me pongo a grabar con la cámara abajo mientras veo un tejemaneje extraño entre ellos. El caso es que se retiran y seguimos por nuestra trocha de tierra mientras va apretando el calor inhumano que empapa mi camisa de sudor.
Detrás de una colina aparece un mar de plásticos de colores cimbreados por el viento, son las chabolas de miles de familias etíopes que viven en la miseria.
Coloco el trípode y hago unas panorámicas del poblado, que se encuentra cercado por una valla de alambre, antes de acercarnos a la puerta que custodian varios militares y paramilitares.
Al cruzar la puerta no me quito la cámara del hombro, aquello parece una película de zombis. Están demacrados, sin hacer nada, tan solo esperan la ayuda internacional que les quede para poder echarse algo a la boca, y eso es lo que pretenden que transmita con mis imágenes.
No me dejan internarme mucho y me llevan a donde ellos quieren. Las familias me miran con ojos tristes, hambrientos, sin fuerza, pero cuando meto el zoom del objetivo también veo al fondo cabañas con niños que no están tan mal, que juegan y sus cuerpos no están consumidos por la falta de alimentos. Pero rápidamente una mano tapa mi lente para que saque solo lo que ellos necesitan.
Después de un largo trayecto por esta visión de un mundo injusto y cruel, llego a una zona donde están varias familias en un estado todavía más deplorable. Veo un ligero movimiento cuando estoy llegando y descubro piedras ennegrecidas que aun humean por haber cocinado algo sobre ellas, pero ya no hay nada.
Mis `controladores´ me hacen gestos porque ahora sí que quieren que grabe. Nos dirigimos a una chabola hecha con cuatro palos retorcidos de los pocos árboles que rodean el campamento, recubierta con trozos de plástico, en su mayoría blancos y azules, de donde sale un olor hediondo.
Pulso el botón del `rec´ y hago un plano secuencia. De una panorámica de derecha a izquierda en plano general del campamento me voy acercando a ese lugar tétrico que quieren que muestre en las televisiones. Sin cortar, y respirando por la boca, encuadro a una mujer famélica, sin apenas pecho, con un niño de apenas 2 años que intenta succionar como puede la leche que apenas brota de su tambaleante madre. Tiene la cabeza grande, el cuerpo enclenque y las extremidades tan finas que parece una marioneta. Termino el plano acercándome a sus ojos grandes, muy negros, que me miran fijamente mientras se abre su boca seca.
Si es cierto que todo el campamento está en un estado lamentable, también lo es que siento que me han llevado a un lugar determinado donde quieren que saque a los que peor están. Me siento manipulado y censurado, porque me doy perfectamente cuenta de que me están utilizando para que esas imágenes se difundan por los países ricos para que aporten más ayuda a esta gente.
¿Y tú qué harías?, ¿te dejarías manipular y emitir solo lo que ellos quieren o no grabarías nada porque lo consideras injusto?
Yo sigo grabando todo lo que puedo y lo que me dejan, niños y niños sin esperanza, a punto de desplomarse en esta tierra reseca. Pero lo peor fue ver a una madre desesperada que alza su minúsculo brazo con la mano semiabierta para pedirme ayuda. Tiene la cabeza cubierta con un paño morado con hilos amarillos y en su otro brazo un crío de pocos meses que apenas parpadea.
Capto el leve grito de la pobre mujer, con una cara que parece una calavera con un poco de piel cubriéndola y paneo hacia abajo para descubrir al niño que mueve mínimamente la cabeza de lado a lado. Ya no tiene fuerzas ni para chupar del seno casi aplastado, inerte y seco. Me mira con una sensación espantosa, cómo preguntándome “¿Pero para qué he nacido?”.
No son más de dos minutos. La madre baja la mirada conociendo el destino. Los ojos de la criatura se empiezan a cerrar mientras decenas de moscas acuden a absorber el escaso líquido que sobresale de ellos.
Deja de mover el cuello y cae desplomado en unos brazos que apenas le aguantan. Se queda mirando hacia el cielo buscando respuestas, con las manos inertes y un leve movimiento en sus dedos que marcan el final. Su boca se queda abierta y su madre espanta las moscas que buscan dentro algo de saliva. En pocos meses, y sin dejar de sufrir, el pequeño ha dejado de existir.
Esto es lo que buscaban mis acompañantes. Me levantan, me hacen el gesto de `Ok´ y me sonríen, pero mi objetivo sigue enfocando a los dos seres hundidos. Ya no me piden ayuda, ha fallecido, pero esa imagen puede salvar otras vidas.
Sabía que iba a morir y no he dejado de grabar hasta su último aliento. Al final supongo que servirá para conseguir más alimentos y dinero, ¿pero quién me quita a mi esa visión del bebé muriéndose mientras me miraba a los ojos haciéndome preguntas sin respuesta?
Este es un día de mi vida, el cual me gustaría olvidar para siempre, pero me temo que es imposible.