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EUGENIO SUÁREZ, EL IRROMPIBLE. UN JUSTO ENTRE LAS NACIONES

agosto 2014 - Salinas

Por María José López de Arenosa

Cuando todos los periódicos habían publicado los nombres de las personalidades fallecidas en 2014, Eugenio Suarez demostró, una vez más, que era incatalogable, al quedar fuera de las listas de este año y, por supuesto, del próximo.

Para casi todo el mundo, fue el fundador de El Caso, Sábado Gráfico, El cocodrilo Leopoldo y otras muchas publicaciones de éxito. Para algunos judíos húngaros fue el hombre que les salvó la vida. Para mí fue, sencillamente, Eugenio. Mi amigo Eugenio.

Lo conocí hace algo más de diez años, en Embassy, donde me lo presentó un amigo común. Lo veía con frecuencia, departiendo animadamente junto a la barra mientras yo almorzaba en alguna mesa cercana, leyendo o preparando mis exámenes de la UNED. No intercambiábamos más que el cordial saludo con la cabeza de quienes se ven todas las semanas en el mismo lugar y él ni siquiera recordaba que nos habían presentado.

En julio de 2005 mi libro de lectura era Caso Cerrado. Memorias de un antifranquista arrepentido, su autobiografía. No pude evitar la tentación de acercarme y pedirle una dedicatoria, cosa que hizo encantado, e iniciamos una amena conversación. Me invitó al aperitivo. «Muchas gracias, don Eugenio. He venido a comer y, si me lo permite, le invito yo a almorzar conmigo». Como caballero que era, no podía aceptar, pero dijo: «Mire, mi asistenta es una cocinera cordon bleu y hace la mejor ensaladilla de Madrid. La invito a comer en mi casa».

Como también mi educación era un obstáculo para aceptar su oferta, insistí en la mía.  «Es que esta noche tengo una cena y tendré que tirar la vichyssoise si no la tomo hoy. Mire, María José, yo vivo muy modestamente, a mi casa no viene nadie nunca. No crea usted que ando invitando a la gente a comer. Mi asistenta, de la que espero heredar algún día, tiene varios pisos que alquila y hoy tiene que firmar un contrato, por eso no está en casa. No hay, pues, quien ponga la mesa o la sirva, pero está usted invitada. Quiero invitarla a comer, pero no puedo permitirme hacerlo aquí.”

Aquella insólita propuesta fue el inicio de nuestra amistad. Tomamos un taxi juntos y nos bajamos en la calle Sagasta, donde otrora estuvo la redacción de El Caso y de otras publicaciones.

Sacó la ensaladilla en un tupperware ― “discúlpeme, pero no tengo una fuente donde servirla”― y comimos en su terraza, cubierta y soleada, en una mesa camilla ¾ “es la única mesa para comer que hay en esta casa”¾, dijo. Me hizo los honores sacando una botella de cava que tenía empezada en la nevera, y un par de copas.

La tos no es un arma de seducción

Era una casa sobria y acogedora, con un cuarto de estar rematado por una gran librería blanca con los libros en doble fila. “Estos los he comprado en los últimos quince años, al igual que casi todo lo que ves, salvo un par de cuadros que pude conservar después de mi segundo divorcio.”

Hablamos. Mejor dicho, habló el maestro y yo escuchaba.

Habló muy por encima de El Caso y de la censura, que le parecía, más que ninguna otra cosa, algo muy estúpido.

No tuvo la petulancia de soltar nombres de escritores y humoristas legendarios a los que tuvo en la nómina de sus publicaciones. Habló de sus dramas personales, sin resentimiento y con nostalgia. Hizo un repaso a las fotografías repartidas por la estancia y por su despacho: sus hijos y Marichu, su primera mujer, guapa y con un porte muy elegante. “La echo muchísimo de menos. Jamás había tenido una fotografía suya en el escritorio, y ahora mírala aquí.” Un cáncer se la había llevado año y medio antes, cuando el reencuentro definitivo estaba en su mira para pasar juntos los últimos años. También señaló a uno de sus hijos, guapísimo, que murió con dieciocho años electrocutado en el baño de su suegra. “Me llevó cuarenta años poder hablar de esto.” Y de su hijo Jaime, oligofrénico, quien vivía en Palma de Mallorca, atendido por su hermano Eugenio, médico de profesión. Y María Eugenia, traductora en Naciones Unidas. “Todos mis hijos viven fuera de Madrid. Creo que la distancia, el vernos poco, es lo que mantiene a la familia unida”, dijo con sorna; si bien la distancia con Borja, nacido de su segundo matrimonio, era una herida abierta. Mientras hilvanaba sus recuerdos, tosía. Tosió mucho Tanto que, viéndome alarmada, en una tregua aliviadora dijo, con esa gracia que le caracterizó: “le juro que la tos no es una de mis armas de seducción”. No, no lo era. Era la consecuencia del enfisema pulmonar.

Siempre estuvo presto a reírse de sí mismo, a no tomarse demasiado en serio y a minimizar sus desgracias; que las tuvo, y en abundancia. “A mí ya no me preocupa el futuro. Imagínese usted si soy osado y optimista que cuando viajo, ¡hasta saco billete de ida y vuelta!” Alternaba el tuteo con el usted, sin saber muy bien a qué atenerse, si bien me confesó que le gustaba esa frontera que marca el “usted”.

Arruinado tras su segundo divorcio, perdido su conglomerado editorial, fue Jesús Polanco quien le tendió la mano con una columna que aparecía los lunes en la sección de Madrid de El País, espacio en el que, más que sobre la actualidad, reflexionaba sobre el pasado de la capital y el suyo propio. Eugenio, el transgresor, evitaba los temas espinosos de la política, en una censura autoimpuesta, para no ir a contrapelo de la línea editorial del periódico ni irritar a quien le había ayudado. Su mudanza a Salinas no le impidió seguir escribiendo su crónica madrileña hasta que la muerte de Jesús del Gran Poder hiciera rodar su cabeza por gentileza de sus sucesores. El periódico asturiano La Nueva España resultó beneficiado con su colaboración hasta su muerte, y desde allí se despachaba a gusto, repartiendo estopa y dando rienda suelta a su pensamiento crítico con total libertad.

“No trabajo por amor a la escritura, sino para sobrevivir”, solía decir. Vehemente defensor del buen uso del idioma, su estilo era llano y directo. Cosmopolita, amante de los clásicos, conocedor de la poesía española del Siglo de Oro y con una sólida formación humanística fruto de sus estudios de Filosofía y Letras. Había algo quevedesco en su estilo y personalidad y presumía de recurrir constantemente al diccionario como herramienta indispensable para utilizar el léxico con rigor. “Cuando falta el aprendizaje, o sea, la enseñanza, la lengua se convierte en el tosco instrumento de expresar necesidades elementales e intercambiar ordinarieces,” escribió en El País.

Encuentro en Salinas

A finales de agosto pasado mi hija y yo lo visitamos en Salinas. “Soy el pretendiente emérito de tu madre”, fueron sus primeras palabras cuando los presenté. Merendamos en una cafetería debajo de su casa y nos invitó a comer dos días más tarde en el restaurante del Real Balneario de Salinas, con una estrella Michelin. Esto lo digo para dejar constancia de que, a pesar de su precaria situación económica, Eugenio era refinado en sus gustos y, sobre todo, espléndido con las personas que quería. De nada sirvió mi insistencia en ir a otro sitio o que invitara yo. Quiso echar el resto en aquella comida con nosotras.

Sentados junto al gran ventanal del restaurante, se comportó como “é-un-genio” y figura, haciéndonos reir con el espectáculo de bañistas sobre la arena que intentaban dorar sus tocinos en uno de los pocos días en que el sol se dejó ver por el Cantábrico. Nos habló con cariño y nostalgia de sus padres, ambos de origen humilde, si bien su padre estudió Medicina, carrera que ejerció con éxito. También recordó su estancia en Berlín, a donde su padre lo envió, poco antes de que estallara la Guerra Civil, tras su detención por repartir propaganda de Falange. Allí vivió, con una familia judía, la euforia nazi en los días previos a los Juegos Olímpicos de 1936.

El periodismo en el laberinto, libro de José Manuel González Torga, publicado recientemente, dedica una sección a El Caso y fue otro de los temas que surgieron. Ser recordado era, sin duda, un motivo de satisfacción.

Salvador de judíos en Budapest

El gran tema de conversación fue su estancia en Hungría, recogida en su libro Corresponsal en Budapest, escrito en 1946. Una joya, de prosa impecable y bien documentada de quien supo captar el alma y la historia del pueblo húngaro y el horror de la invasión alemana. La Fundación Mapfre lo reeditó en 2007.

Eugenio Suarez fue el único periodista español en Budapest durante la ocupación alemana. Recorrió el ghetto y entró en las casas dando testimonio de las condiciones infrahumanas en las que vivían sus infortunados habitantes. Junto a Marichu, su mujer, salvó la vida a algunos escondiéndolos en su casa a las afueras de la ciudad. Uno de ellos, Georges (Yuri) Angyal, lo visitó en Madrid años más tarde para agradecerle el haber salvado la vida con una carta que Eugenio escribió en la que certificaba que era su secretario y que sirvió como salvoconducto para abandonar Hungría. Para entonces Eugenio ya no se acordaba de su nombre ni de la carta, porque ni contabilizaba sus buenas obras ni se vanagloriaba de ellas. Socorrer al perseguido le parecía lo más natural y ahí estaba su grandeza. Se han mantenido en contacto hasta ahora y una fotografía de ambos en los Alpes franceses aparece en Caso cerrado. Ayer, cuando lo llamé para darle la triste noticia, estaba consternado. Según me contó Eugenio, había solicitado para él el título de Justo Entre Las Naciones que honra a aquellas personas que, sin ser de confesión o ascendencia judía, prestaron ayuda de manera altruista y singular a los judíos perseguidos por el nazismo. Arcadi Espada lo entrevistó mientras escribía En nombre de Franco, sobre los héroes españoles en Budapest.

La visita de Arcadi Espada a Salinas para entrevistarse con Eugenio le obligó a ordenar muchos recuerdos. Los tenía frescos y quiso compartirlos con nosotras esa tarde. Para Espada, según Eugenio, el encuentro supuso un giro a su libro y la búsqueda de nuevas fuentes pues, Eugenio sostenía que Sanz Briz no fue un héroe solitario que actuaba por cuenta propia, sino un excelente funcionario que actuó siguiendo instrucciones de su gobierno haciendo cuanto pudo para salvar vidas y cumplir con su deber.

Epitafio: “Jamás recibió una subvención”

Buscaba editor para la segunda parte de sus memorias, Toser y contar, —“que es lo que hacemos los viejos”—, y para La democracia oxidada, ensayo en el que reflejaba su preocupación por el deterioro de las instituciones. “A partir de los 70 años nadie tiene derecho a mentir. Nunca se debe mentir, aunque se pueda ser comprensivo con el jovencito que lo hace para ascender en el mundo profesional. ¡Pero a los setenta años! A partir de esa edad, cuando ya no hay ascensos ni prebendas, no tiene justificación la mentira. ¡No la tiene!”, decía con justa indignación sobre quienes han querido adornarse al final de su vida.

Nos invitó a conocer su piso, una vivienda amplia, pulcra y confortable, con algunos muebles buenos que daban empaque a las estancias. Estaba en una de las altas torres que afean la costa de Salinas, pero con una vista y unas puestas de sol que quitan el hipo. Al entrar en el portal se detuvo brevemente, nos miró muy serio y dijo: “En mi epitafio debería poner: jamás recibió una subvención.” Políticamente incorrecto, despreciaba a partes iguales a los trepas, los enchufados y a los pelmas. Y a los mentirosos que agitan la bandera de la manipulación. Alejado del ruido de la calle Sagasta, olvidado por algunos, pero recordado por todos los que le quisimos y tuvimos la suerte de escucharlo. Había conseguido un buen arreglo con Mari Luz y Agustín, el matrimonio que vivía en su casa y lo cuidó hasta el final, evitándole terminar en una residencia. “Yo no me veo compartiendo habitación con un paisano de boina calada,” decía.

Las ilusiones que no nos han podido quitar

“Lo que hay que hacer,” me dijo en un email cuando le envié las fotos de nuestros encuentros en Salinas, “es fijarse con atención en el pasado, adivinarlo de nuevo y hacerse las ilusiones que no nos han podido quitar, quizás porque no merecía la pena. Aunque nada nos impide diseñar y reescribir lo pretérito, que me parece no tener recargo en Hacienda.”

Su último correo electrónico fue una felicitación navideña, enviada el 14 de diciembre, firmada como EUGENIO, EL IRROMPIBLE (las mayúsculas son suyas).

Irrompible porque su mayor logro fue su capacidad para adaptarse, como prueba su mudanza a Salinas a los ochenta y seis años cuando la vida en Madrid se le hizo económicamente difícil. Era un superviviente nato; como un muñeco tentetieso que después de cada golpe recupera su verticalidad.

En su “creciente penumbra” [sic], con la certidumbre de estar ya en el tramo final, Eugenio, El Irrompible, vivió sin rencor, haciendo gala de ese humor inteligente que es patrimonio de las mentes brillantes. Supo sacar provecho de la adversidad y su ruina económica enterró al empresario, pero resucitó al periodista, al corresponsal que vivía al día, escribiendo a ras de suelo, sin perder contacto con la realidad y levantando acta de los males que nos aquejan, compartiendo sus vivencias de viejo solitario (perdón por no utilizar eufemismos, pero él no lo consentiría) en numerosos artículos, uno de los cuales, A la vuelta de la esquina, publicado en 1993, le valió el premio González Ruano.

Nunca, en los casi diez años que duró nuestra amistad, le escuché una queja, un lamento, un comentario que destilara la amargura de quien ha tenido y perdido casi todo, pero que supo encontrar nuevas ilusiones y conservó hasta el final lo más importante: la dignidad, el sentido del humor y la disciplina y talento para seguir trabajando hasta el final en lo que mejor sabía hacer: escribir.

En Asturias, tierra de sus ancestros, junto a Avilés, ciudad donde conoció a Marichu, el amor de su vida, tuvo el reconocimiento y cariño de sus paisanos y de los que nos acercamos a verle. Sus peores pérdidas no fueron las materiales. Arrullado por las olas del Cantábrico hacía recuento y dos nuevos golpes le sacudirían: el fallecimiento de sus hijos Jaime y María Eugenia. Cuando la muerte le sorprendió ya le había arrebatado a cinco de sus siete hijos. También allí tuvo la mayor alegría de sus últimos años: el reencuentro con su hijo Borja.

Parecía recién caído del guindo al darse cuenta, cuando su la muerte lo acechaba, de que lo más grande que había hecho no fue crear El Caso, sino salvar vidas.

“No me arrepiento de nada,” me dijo poco antes de despedirnos.

Una vida de película que se terminó a los noventa y cinco años. Demasiado pronto para quienes teníamos todavía mucho que aprender de él.

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